El Ojo de Venus

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05:13am

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05:13am Paula Eugenia, El Ojo de Venus

… Respiro …

Llevaba ya rato allí, mi cuerpo seguía gritando por dentro y llorando por fuera, cada vez que se reían de mí porque venía con el plan de parto, a ver si pensaba que podía elegir cómo parir. Me pedían hacer tactos cada dos por tres, e incluso inducirme sin agotar los supuestos tiempos de protocolo hospitalario. Y aguanté todo lo que pude, hasta que por insistencia de las enfermeras y el puto protocolo del hospital,

se me había terminado el tiempo. 

¿Qué tiempo? ¿Desde cuándo hay un tiempo establecido para parir? ¿Desde cuándo las mujeres tenemos que lidiar con todo este papeleo, conversaciones con supuestas eminencias hospitalarias, preguntas que están respuestas en el plan de parto, mientras estamos intentando traer una vida a este mundo? Necesitaba silencio y cueva.

Solamente silencio, cueva y creer en mí entre todo ese ruido.

Entre todo ese infantilismo, que se vive en los hospitales, que en vez de empoderarte te arrebata el poder; que te dice como a una niña pequeña qué y cómo lo debes hacer. Cuando el acto de parir en sí mismo, es instinto animal.

Es como hacer el amor,

necesitas cueva, silencio y empoderarte. Es imposible correrte si te interrumpen cada dos por tres. Pues parir es lo mismo, si te sacan de tu planeta parto es imposible que el parto avance. 

Sucumbí a todo eso y finalmente pedí a gritos pincharme la epidural, aguanté a la enfermera de turno que toda socarrona sacó la cabeza por la puerta y me dijo “Ahora sí que la quieres, ¿no?” y se fue riendo por el pasillo. Y ya resumiendo. Cuando estuve sentada en la camilla, abierta de par en par empezando a pujar, pidiendo más epidural, entró el escuadrón de la nueva horneada de ginecólogos universitarios en prácticas. Se dispusieron uno al ladito del otro, cual anfiteatro. No me lo podía creer. No había más mujeres pariendo y yo tenía que ser el espectáculo de aquella gente que no conocía. Quería gritar y llorar pero las contracciones avanzaban y no podía ni respirar.

Vi aparecer un bisturí entre mis piernas.

Eso sí que no. Mi cuerpo empezó a acopiar energía y de mis entrañas, desde el lugar más profundo y deshabitado de mí, no se cómo saqué aire y fuerza para gritarle a la ginecóloga, un furioso “¡A mi no me cortaaaaaaaaaaaas!”. Y en unos pujos más llegó el aro de fuego, el punto en que tu piel se estira al máximo para que su cabeza pueda coronar, un punto tal que te quema la vida entera. La ves pasar en modo acelerado, pidiendo al cielo que pase ya, que no puedes soportar eso. Sabes que no hay vuelta atrás, en esos instantes honras a tu madre y a tus abuelas, bisabuelas y a todo tu linaje femenino. Te encuentras en un portal, entre la luz y la oscuridad. entre tu actual arquetipo doncella,

mudando su piel cual serpiente, despojándose de todo

y sacando fuerzas para traspasar el umbral y convertirte, por fin, en madre. Me sentí formar parte de lo oculto y lo secreto. Me sentí por segundos formar parte de otro lugar. De otro mundo. Me sentí ser el canal de la magia de la vida. Fui la sombra y lo que provoca miedo, navegando sola, sin madero al que agarrarme, atravesando las oscuras aguas. Encarnando la muerte y la vida en el mismo instante.

… Respiro …

Lo deseas tanto, que un sonido gutural sale de mi, desde el centro de mi ser, es un sonido muy fuerte, muy ancestral. Y de golpe sale su cabeza entera, gira y unos minutos después, entre miedo y deseo, tras otro pujo sale su cuerpo. Sin epidural, habiendo pasado por una inducción de caballo, veinticuatro horas después de haber fisurado la bolsa, fuera de tiempos hospitalarios de mierda, con un montón de peña delante y sin el apoyo moral de nadie, la veo salir a través del espejo, la cojo y me la pongo al pecho. ¡Hemos nacido! Y allí está ella, con sus ojos abiertos mirándome, mientras yo lloro y tiemblo. Parir es así de fuerte, de bello, de trasnformador. Son las 5:13 de la mañana del 11 de septiembre de 2012,

esta vez ganó el soplo de vida y lo agradecí hasta llorar.

Mi cuerpo tiembla entero intentando entender qué pasó en esos últimos minutos. Una ola de hormonas del amor me invade y rompo a llorar. He conseguido traspasar el umbral, mi marido me abraza y nos hacen una foto. Mientras me piden si quiero cortar ya el cordón, pese que en el plan de partos estaba escrito que no, que lo que yo deseaba era un pinzamiento tardío, para que mi bebé recuperara toda su sangre. Era suya y no la quise donar a nadie. El siguiente paso fue pesarla, medirla, vestirla y enviarnos a planta. Allí nos esperaba ya familia. Y yo sin dormir, sin descansar, sin comer, sin ducharme, sin conocer apenas a mi hija, con un dolor inmenso en el cuerpo y en el alma. Al cabo de un rato llegaron mis padres, pude ducharme acompañada de mi madre. Ese día era festivo y vinieron decenas de familiares y amigos a vernos, a conocer a mi hija. Luego lo pensé y eso parecía un museo. Al día siguiente, estuve triste, algo dentro de mi me decía que eso no debería ser así. Se me cayó la ficha y decidí que nunca más iba a vivir esta experiencia de este modo tan desconectado de mi, deshumanizado, estructurado, infantilizado, desritualizado, impuesto y asfixiante. Las mujeres nos merecemos vivirlo bien, desde otro lugar.

Las mujeres deseamos ser las protagonistas de nuestras  vidas,

maternidades y crianzas. Las mujeres deseamos ser las protagonistas de nuestra vida, en general, sea como sea. Los hombres también. Pero me centraré en mi, en lo que mi cuerpo me dicta, me dice y a veces me grita. 


A los quince días mi marido ya trabajaba, entre medias estuvimos ingresadas en el hospital una semana, pero eso ya lo contaré. Me quedé sola en casa con ella tan pequeña, tan vulnerable. Sintiéndome pequeña y vulnerable yo también. Apartada de mi familia, aunque vivíamos a 20 minutos, me sentí viviendo en un nicho, enterrada en vida día tras día. Veía cómo las mujeres de mi alrededor sentían lo mismo. Se nos ha olvidado, con el pasar del tiempo y absorbidas por los nuevos ritmos de nuestra sociedad, que pertenecemos a un lugar, a una familia, a un pueblo, a una memoria. Y en lugar de sentirte arropada, acompañada por las mujeres de tu pueblo y tu linaje, te sientes desconectada de todo, no sabes cuál es el siguiente paso

porque nadie te lo ha contado nunca.

No sabes qué se siente, porque nadie te lo ha explicado anteriormente. No sabes cómo hacer las cosas porque nunca antes has visto a ninguna mujer de tu familia o lugar hacerlo, ni has tenido la oportunidad de ayudarla o acompañarla. Hay algo dentro tuyo que sabe que esto no ha sido siempre así. 


En mis manos cae un libro que relata como antiguamente había poblados nómadas que vivían en tiendas y que entre todas ellas destacaba siempre una de color rojo. La cual era como un lugar sagrado, un lugar de mujeres, un lugar al que solamente podían acceder las mujeres que iban a parir o menstruar. Se creaba allí dentro un espacio y tiempo kairos divinos, en el que toda la sabiduría femenina ancestral pasaba de generación en generación de mujeres. Un oasis de conexión, de descanso, de descenso, de cuido, de pertenencia,

de saberes compartidos de la vida y de la muerte.

Un refugio para el alma y el cuerpo. Un lugar en el que vivir nuestra ciclicidad femenina compartida y cuidada, ritualizarla acompañada y acompañando. Un templo en el que ser iniciada e iniciar a las que vienen detrás de generación en generación. El cuerpo necesita un acopio de memorias basadas en el amor incondicional a la vida. El cuerpo quiere vivir, sentirse vivo, feliz, gritar de gozo, aflojarse de placer, cerrar los ojos y volar, celebrarse. Anhela recordar en sus carnes los ritos de paso de etapa a etapa; para poder anclar memorias, para saberte vivida.

Celebrarse, honrarse, amarse, pertenecerse. 

Que importante es todo esto y que poco lo encarnamos en el sistema en el que vivimos, subidas en la rueda de hámster que nunca para, persiguiendo una zanahoria infinitamente hasta que un día se nos para el corazón y morimos.

Vivir el posparto desde nichos es la muerte en vida. Literalmente. La transformación tan heavy del cuerpo, muchos de ellos, incluído el mío, quedaron automáticamente fuera de los estándares socialmente establecidos. Lo que además de todo lo vivido, eso nos sumaba una lucha interna y externa muy cruel. Éramos las diosas creadoras y dadoras de vida de una sociedad, de la cual recibimos críticas y juicio externo. Cero conciliación laboral y familiar, y cero ayudas económicas. Porque seamos honestas, lo que se recibe de apoyo es nulo. Ojo.

Haciendo el cuento corto… A inicios del 2013 me inicié en la fotografía, y conocer más mujeres en posparto fue muy revelador. Creció en mí la necesidad de sabernos

merecedoras de todo lo bueno que la Vida tiene para nosotras,

de sabernos fractales del Universo, de sabernos mujeres cuerdas. Que “simplemente” este portal es realmente muy transformacional en todas, que todo lo que sentimos es lícito y que está bien. ¡Está bien! ¡Y estamos bien! Sin ánimo de nada más, que de darnos voz a todas nosotras, estrené mi página web y el blog lo dediqué a escribir sobre la maternidad. Empezaron a unirse voces, a encontrarnos entre nosotras y después de parir a mi segunda hija aquí en la Tierra en 2015, acabé de gestar y parí también Proyecto Postpartum.

Un lugar donde juntarnos en círculo una vez al año, hacer tribu de madres, hablar de todo lo que acontece en esta etapa, escucharnos, reconocernos en las otras, reír y llorar juntas. Fotografiar nuestros cuerpos de madre, ensalzarlos, celebrarlos, normalizarlos, bailarlos y honrarlos como se debe.

Y se me cae ahora la ficha… de que esto que he venido haciendo estos últimos años es un rito de paso, una ceremonia exaltando todo lo vivido, toda esta transformación, acompañadas por nuestras iguales. Viéndonos y viviéndonos la una al lado de la otra tejiendo puentes desde el amor a la vida. Dando sentido a la existencia. Sintiendo nuestras raíces extendiéndose hasta el corazón de la madre tierra, uniéndose y entrelazándose por debajo, sabiéndonos al fin y al cabo que “todas somos una”, levantando nuestra mirada al cielo agradeciendo estar vivas en este espacio-tiempo, habiendo vivido en nuestras carnes todo lo que vinimos a vivir para

crecer, evolucionar, trascender.


Me voy a la cama un ratito más…

Feliz cumpleaños a mi hija, un ser de luz maravilloso.

Un guiño,
El Ojo de Venus


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